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Amariconando al niño... La Infiltrada

Mil veces me han preguntado desde entonces por la novela Patria, de Fernando Aramburu, y mil veces me preguntan por la película La Infiltrada. «Oye, ¿esto es verdad?». Mi contestación siempre es la misma.

El autor del artículo, Manuel Avilés, junto a una víctima del atentado de ETA en el Hipercor de Barcelona.Manuel Avilés

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No tengo ni puñetera idea de medicina, ni de física, ni de química, ni de enfermería, ni de historias psicológicas. Los cuatro primeros años del colegio me los pasé castigado en el sector pobre de los padres claretianos, padrastros en muchos casos, aunque algunos buenísimos. Por eso, en nuestra última novela coral del taller universitario de literatura, presentada en el QUIJOTE NEGRO E HISTÓRICO, el Padre Claret, confesor de Isabel II, es uno de los protagonistas. El fundador de los curas que me reprimieron educándome y me educaron —sin éxito— reprimiéndome. Las hostias recibidas se las perdono; la represión, no, porque aún sufro sus consecuencias. Siete años acojonado, porque cada noche te recordaban antes de dormir que te ibas a condenar, no se superan tan fácilmente.

Los niños de aquella época éramos hombres precoces, buscándonos la vida. Jugábamos en la calle, había guerras a pedradas, nos bañábamos en el río revolcándonos luego en la arena porque así —decían— tu madre no notaba que te habías metido en el agua. Bebíamos agua del río o de la acequia gorda y no sabíamos qué era el gluten, la sacarina, el colesterol, las alergias y las medicaciones. Sí sabíamos lo que era el hambre; con mercromina y un esparadrapo nos curábamos. Íbamos a la escuela y desayunábamos la leche del cura —perdón, de los americanos— porque el queso que también regalaban nunca lo vi. El cura sabrá qué se traía con él y dónde lo escondía. 

Mi madre siempre le daba la misma recomendación al maestro: «Don José, péguele lo que le haga falta, que este niño es muy malo». Hoy, un maestro que dé una colleja a un niño cabrón, solo con que lo suspenda y le cree un trauma, va al cuartelillo y tiene que buscarse un abogado echando leches. Al niño hay que llevarlo a gimnasia, a pádel, a tenis, a danza, a yoga, a kárate, a idiomas, a piano. Con la abuela de taxista permanente… Y todo eso sin hacer la mili ni aprenderse los ríos ni las comarcas de Burgos, ni que España limita al norte con los montes Pirineos, que la separan de Francia, una mariconez. En la universidad no hay que tomar apuntes porque el profesor los pone en la nube, y si no gusta a los alumnos, lo echan. Mecagoentoloquesemenea, el mundo al revés.

Ayer, en el mercadillo de Babel, buscando unas sábanas de soltero en mi gitano de la lencería, oí una conversación que me dejó claros cuáles son los planes de educación: «Mi niño no sabe ecuaciones. Yo tampoco sé y mira qué bien que estoy y cómo llevo mi bolsa de comida. Las ecuaciones no hacen falta pa na». Las señoras discutían por no sé qué, diciéndole una a la otra: «Ojalá te salga trabajo y te toque una mala asistenta social que no te arregle los papeles». Esa es la clave: que te arreglen los papeles para cobrar dando el menor golpe posible. Trabajar no, pero tener papeles para pegarte luego el mitin hablando del estado de bienestar, aunque el abuelo que ha cotizado cuarenta años tenga que pedir un préstamo para comprarse unos audífonos. Eso sí, el niño va a tenis, a golf, a evaluación cognitiva, a fútbol, a teatro y a psicodrama. Mecagoentodoloquesemenea. 

Mil traumas he visto, mil disfunciones conductuales que se arreglaban rápido con seis meses de mili en el Ferral del Bernesga en invierno, a pesar del calentamiento global. Esto es amariconamiento global, con todos los respetos para mis amigos Miguelito, Josep María, Esteban… que son hombres de los pies a la cabeza, amigos y trabajadores como quedan pocos. No necesitan para nada esas terapias del obispo facha —creo que se las han tirado abajo— porque curas dando charlas para curar a homosexuales es como poner a la zorra a guardar las gallinas o poner a Santos Cerdán a hablar de Derecho Financiero y Hacienda Pública, que ya lo ha hecho al decir, en relación con los salarios mínimos y el IRPF, que le sorprende que fuerzas de izquierdas estigmaticen los impuestos. Ya lo ven: de sindicalista viajante con Ábalos y Koldo a experto en Hacienda sin pasar por las clases de Bayona de Perogordo. Esto es obra del Espíritu Santo y, si no, pregúntenle al sacristán de los faldones, que ese lo sabe. Fijo.

Cuando yo era un hombre útil, trabajé largo tiempo como etarrólogo. Cuando los etarras mataban a diario. Con dos ministros cuya capacidad y sabiduría ya querrían los actuales, aunque fuese solo un par de horas al día: Antonio Asunción y Juan Alberto Belloch, y Margarita Robles como secretaria de Estado. No digo quiénes integraban, de Policía, Guardia Civil y CNI —aunque me acuerdo de todos— aquellas reuniones sobre terrorismo en la cúpula de Interior, por una elemental prudencia.

Mil veces me han preguntado desde entonces por la novela Patria, de Fernando Aramburu, y mil veces me preguntan por la película La Infiltrada. «Oye, ¿esto es verdad?». Mi contestación siempre es la misma. Aramburu es un grandísimo escritor, pero su novela es ficción. Conoce muy bien Euskadi, la situación social durante tantos años —y que aún persiste por la presión de quienes todavía se creen dueños y salvadores del país— y la situación de miedo y agobio de quienes trabajábamos allí como «fuerzas de ocupación». A mí, más de un etarra me ha dicho cuando yo le preguntaba si, estando empadronado en Nanclares de la Oca, mi voto valía lo mismo que el suyo en cualquier elección. «No», respondía, «ni el suyo ni el de un policía, un guardia civil o un funcionario de Hacienda. Ustedes son fuerzas de ocupación y adulterarían las elecciones». Ese ambiente lo retrata perfectamente Aramburu, pero es una novela que no ha ocurrido. Imaginación y creación sobre una realidad cierta.

Me preguntan por La infiltrada y digo más o menos lo mismo. Una película bien hecha, con pocos medios y creando una realidad con cierto atractivo, pero que, a mi entender, no ha tenido lugar. Empieza con unas ráfagas sobre el asesinato de Yoyes –lo perpetró Kubati y la señaló Fermín porque Kubati no la conocía– y otra sobre el atentado de Hipercor, con Domingo Troitiño como jefe, un etarra palentino con su madre –Salvadora– peor que él y su hermana –Conchi–, a la que me encontré una tarde en una terraza de San Juan y, si hubiera sido Mazinger, me habría fulminado con la mirada. Perpetraron el atentado y los recogieron en Lourdes, pero eso queda para las memorias.

Son de risa, por ejemplo –si es que esto es para reírse–, los controles de la Guardia Civil en La infiltrada. Mil controles he visto y ni un solo señor con canas. Los controles montados por los GAR –antes eran Grupos Antiterroristas Rurales, ahora no sé a qué responden esas siglas– eran estratosféricos en comparación con los que salen en la película. Lo mismo que la imposibilidad de que una chica tan joven sea inspectora jefe o que El Inhumano esté continuamente entrevistándose con ella en el propio País Vasco. Les ha pasado como al que dirigió Celda 211, por no documentarse.

Comí yo en el restaurante de Subijana, Akelarre, con una señora abertzale que me iba a dar una información importante y, aunque había media compañía de policía detrás, no vi ni uno. Trabajaba muy bien esta gente y yo me jugaba el pescuezo solo con mi 357 Magnum a mano, aunque las medallas a la ciudadanía y pensionadas se las llevaron los del culo calentando el sillón.

No voy a analizar la película –vale para pasar un rato distraído y coger una ligera idea–, pero me cuesta creer, o sea, no lo creo, habiendo estado en ese asunto más años de los deseados, que, con Mayor Oreja y Fluxá, eso se llevara a cabo.

Me pasma que se hagan estas películas. Lo mismo que Maixabel, a la que conozco, y también a su marido asesinado, Juan María Jáuregui, que era mi amigo. En mayo del 96 estuvimos sujetando un pancartón a la puerta de Martutene, pidiendo la libertad de Ortega Lara. Y para el pedazo de pancarta, con la que no podíamos, éramos cuatro: Jáuregui, asesinado poco después; Ana Iribar, la mujer de Gregorio Ordóñez; su hermana y yo.

Maixabel y todo lo que vino detrás es fruto de las llamadas “Cintas de Nanclares”. Antonio Asunción me hizo prometerle que escribiría lo que allí pasó. Lo hice. Los grandes héroes fueron Etxabe y Urrutia. Fueron declarados traidores por la banda y así siguen, cuando centenares de presos silenciosos y cobardes se han beneficiado de lo que ellos hicieron. Otegi, un mindundi, y Kubati, que se echó atrás por algo que contaré en las memorias, una manipulación indecente, mandan ahora en Bildu y sus alrededores. De prisiones, putas y pistolas, la novela real de la primera a la última letra, ha intentado ser llevada al cine por Bestacosta sin conseguirlo, y los socialistas vascos, los peneuvistas y los bildutarras se niegan a ello, según mis informaciones. A mí me importa un huevo porque yo cumplí la promesa que hice a Antonio cuando se estaba muriendo y lo demás me da igual, porque ni el dinero del cine –muy poco– me importa una mierda. De prisiones, putas y pistolas sí dice lo que pasó realmente y quiénes fueron los protagonistas. De la primera a la última letra.

Me quedo sin espacio para hablar de los grandes fascistas actuales: Trump, Putin y Netanyahu. El mundo es suyo. Son los dueños. Ellos nos muestran la realidad y Europa no existe. Al pobre Ábalos, que se creía blindado, parece que se le cae el chambao. Esto es de largo recorrido y ya le han quitado el pasaporte. Si Lassaletta levantara la cabeza…

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